Una extraña maldición había caído sobre los Invalu. Aquella
tribu, conocida por su espíritu risueño y sencillas costumbres, parecía atacada
por un misterioso virus de insatisfacción.
El valle donde transcurría su vida seguía siendo fértil y acogedor,
con temperaturas moderadas en invierno y abundante agua en verano para regar
los cultivos y refrescarse.
Sin embargo algo había cambiado.
Desde las últimas lluvias, los Invalu se levantaban
malhumorados y ya no disfrutaban del trabajo en el campo. Los cultivos de mijo
se llenaban de hierbajos que nadie se esforzaba en arrancar, con lo que el
cereal crecía más débil y resultaba poco sabroso. También la carne era ahora de
peor calidad, porque nadie quería recorrer largas distancias para obtener
buenos pastos. Los animales pasaban el día en estrechos cercados donde se nutrían
de las sobras.
La tribu había perdido casi toda su vitalidad. La poca que quedaba
la gastaban en constantes fricciones entre ellos. Cada día se oían disputas por
terrenos y lindes, los amigos se ofendían por cualquier cosa y las parejas se
retiraban la palabra entre sí.
Las jornadas eran tan amargas que por la noche nadie lograba
conciliar el sueño.
–Esta tribu está maldita –sentenció el más
anciano de los Invalu- .Algún pueblo enemigo nos ha echado mal de ojo y por eso
ya nada nos sale bien.
Aquella idea cundió entre los nativos, que se resignaron a
sufrir una época que venía cargada de carestía y calamidades.
El mal fario de los Invalu trascendió los límites de su
aldea y llegó a oídos de otros pueblos, que se guardaban de acercarse a lo que
empezó a conocerse como “el valle maldito”.
Hasta que una mañana llegó al pueblo una forastera de raída
túnica y sonrisa radiante. Por la aldea corrió el rumor de que era una
hechicera que llevaba años retirada de su cabaña, en lo alto de un monte
inaccesible. Pero incluso hasta allí habían llegado las noticias de la
misteriosa plaga que ensombrecía la vida de los Invalu.
Movida por la compasión, la ermitaña había decidido
aventurarse en el valle maldito.
El primer aldeano con el que se encontró fue un joven
asustadizo, que se quedó paralizado ante la aparición de aquella forastera que
parecía vieja como el mundo.
-Váyase enseguida –le recomendó el muchacho-. Este
lugar es víctima de una maldición. Si se queda mucho por aquí, perderá la poca
vida que le queda.
-Cierra el pico, y tráeme agua y algo de comer –le ordenó
la anciana-. Luego convoca a todos los Invalu. Quiero descubrir la raíz de
vuestro mal.
El chico salió a la carrera y regresó poco después donde
estaba la mujer con un poco de queso y pan de mijo. A continuación fue choza
por choza hasta reunir a todos los aldeanos, que ahora rodeaban expectantes a
la recién llegada, que habló así:
-A la entrada del poblado, he visto unas cabras que están en
los huesos. ¿Por qué nadie cuida de ellas?
-No merece la pena –dijo un hombre de aspecto tosco-. Dan
tan poca leche que más vale dejarlas a su aire.
-Tal vez dan poca leche porque no les procuráis suficiente
hierba fresca. ¿Y ese mijo que crece en los campos? ¿Por qué las espigas son
tan bajas y quebradizas?.
-Estamos por abandonar esos cultivos –suspiró una
mujer-. Las cosechas son escasas y la lluvia nunca es suficiente.
En aquel momento, una pareja de mediana edad empezó a
discutir agriamente.
-Y a vosotros, ¿qué os pasa? –les interpeló la
hechicera.
-Mi marido prometió arreglar la techumbre hace días, pero no
lo ha hecho y se me llena la casa de hojas y polvo.
-Dije que lo haría a condición de que tú tiñeras mis ropas –se
ofendió el hombre-, que da pena ver lo gastadas que están.
-No fue ese el trato… -intervino el hijo de ambos, que
fue acallado enseguida con un par de sopapos.
Harta de aquella reunión donde de repente todo el mundo
gritaba y se recriminaba cosas, la ermitaña se puso de pie y levantó las manos
para que se hiciera silencio. Luego declaró:
-Ya he oído bastantes quejas por hoy. No necesito escuchar más.
He entendido cuál es el virus que hace que ningún Invalu esté contento, y voy a
daros el antídoto.
Decenas de ojos asombrados se posaron en la hechicera, que
acto seguido concluyó:
-Todo el mundo en esta aldea cree tener menos de lo que se
merece. Unos se decepcionan porque el mijo no crece más alto o la cosecha no es
más abundante. Otros se enfadan con las cabras que dan menos leche que la
deseada o con las reses que no dan una carne lo bastante tierna y jugosa. Lo
mismo ocurre con maridos, esposas e hijos. Esperáis que las cosas sucedan a
vuestro gusto y, como no es así, vivís sumidos en la infelicidad.
-¿Y cuál es el remedio, forastera? –se atrevió a
preguntar un niño.
-Dejad de esperar cosas y
tomad todo lo que venga, sea mucho o poco, como un regalo. Trabajad
duro y celebrad cada grano de brote en la espiga igual que un milagro. Si actuáis
así, este volverá a ser el valle más fértil del mundo.
Un escrito de Francesc Miralles.
Escritor, periodista, traductor y músico.
Paralelamente a su carrera de novelista, ha escrito
numerosos libros de psicología y crecimiento personal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario