lunes, 22 de octubre de 2012

El refuerzo del esfuerzo


Existe un consejo garantizado de una buena educación familiar, que además es muy fácil de utilizar por los progenitores en el seno hogareño. A los hijos se les debe facilitar todo aquello que mejore su potencialidad y sus capacidades, pero luego dejar que consigan sus objetivos por sí mismos, sin adelantárselos sin su esfuerzo personal. Expliquémoslo con casos concretos: No les compremos un coche, sino que ayudémosles a que obtengan el permiso de conducción, o no les paguemos unas vacaciones en el extranjero sino que asuman los costes de que ellos aprendan idiomas y vayan a trabajar a otros países. O sólo les ayudemos a adquirir un vehículo si lo necesitan para proseguir sus estudios o para iniciarse en un empleo.
 
Todas las personas valoramos las metas conseguidas en función de nuestra participación directa en su logro y del precio pagado en persona. Un bocadillo ganado duramente tras colaborar en la recolección de fruta, sabe mejor que un banquete pagado por los padres. Demos a nuestros hijos todo aquello que les haga más capaces, más preparados, más competentes, pero recordemos que si les ofrecemos sus objetivos finales sólo les convertiremos en inútiles insatisfechos que no conocerán el valor del trabajo y la alegría del esfuerzo.
 
Hemos de ayudar a nuestros hijos al máximo antes de la carrera de la vida, pero luego deben correr solos, y aprender que sólo se gana con el esfuerzo propio. Cuando descubren el infinito potencial de voluntad y de creatividad que atesoran, se transforman. La existencia es deseo, es coraje, es dolor, pero cualquier energía que se invierta para sacar lo mejor de uno mismo viene acompañada de alegría. Goethe dijo que una persona se conoce a sí misma no por la reflexión, sino mediante el esfuerzo. Tratemos de cumplir nuestro deber y pronto conoceremos quiénes somos. Nada grande se ha conseguido sin entusiasmo, que siempre es un éxito, porque nunca hay esfuerzos inútiles. Hasta Sísifo desarrollaba sus músculos. Enseñemos a nuestros hijos que se ama más lo que con más esfuerzo se ha conseguido.
 
Mikel Agirregabiria Agirre

lunes, 8 de octubre de 2012

La bolsa interior



Hay divisas que jamás pierden valor pero que a menudo olvidamos la hora de invertir nuestro tiempo y energía

Alfonso sopló con triste resignación las dos velas con el 4 y el 0 sobre la tarta. Nunca había sido aficionado a las fiestas, pero esperaba algo más brillante para su entrada en la cuarentena. Había convocado a media docena de personas, pero sus invitaciones habían sido rechazadas con todo tipo de excusas.

Todo lo que tenía para celebrar sus cumpleaños, además de aquella tarta, eran dos felicitaciones formales –una de su banco, otra de su gestor- y un obsequio de un familiar lejano que le había herido en lo más hondo: un fin de semana para dos personas en un balneario. Se guardó el cupón en su bolsillo trasero para tirarlo en una papelera cuando saliera a la calle. Alfonso no tenía novia ni amigos que quisieran compartir un aburrido fin de semana en aguas termales.
Atribuía su nula vida social al exceso de trabajo. Desde que había estallado la crisis, su profesión de analista financiero le obligaba a estar de sol a sol delante de una pantalla llena de cifras. Sus propios números no iban mal, se dijo mientras bajaba a la calle para dar un paseo nocturno. A sus 40 años ya casi había pagado la hipoteca del piso. Tenía, además, una plaza de aparcamiento en propiedad, un coche deportivo y una motocicleta que solo había sacado un par de veces. Su plan de pensiones empezaba a estar nutrido, y una herencia en metálico que tenía plazo fijo le garantizaba buenos intereses.

Pese a disponer de todo aquello, la noche de su cumpleaños se sentía vacío. Tal vez fuera porque ese domingo ya habían cerrado los pocos bares de su barrio. Alfonso deseaba tomar una cerveza antes de acostarse, con el murmullo de solitarios clientes de barra que charlaban con el camarero.

Buscando un lugar con vida en el desierto urbano, se dio cuenta de que se había alejado mucho de casa. Miró el reloj y vio que ya era medianoche. Aquel largo paseo nocturno había sido una triste celebración de cumpleaños. Resignado a iniciar como cuarentón una semana más, Alfonso se sintió repentinamente cansado y decidió que tomaría un taxi para regresar.
Mientras trataba de descubrir entre el escaso tráfico una salvadora luz verde, se le ocurrió revisar su cartera y advirtió, fastidiado, que no llevaba dinero en metálico. Contrariado, decidió proveerse de fondos en un cajero antes de subirse a un taxi. Miró a su alrededor. Por suerte, había un cajero justo al otro lado de la acera donde él se encontraba. Cruzó la calle a grandes zancadas movilizado por su impaciencia para regresar a casa.
El cajero se hallaba dentro del vestíbulo de una oficina bancaria, y Alfonso vio con desagrado que un indigente dormía junto a la máquina dispensadora de billetes. Le violentaba sacar dinero al lado de alguien que no tiene absolutamente nada. Le hacía sentirse vencedor de una guerra en la que no había pedido tomar parte. Fue ese sentimiento de pudor el que hizo que, tras obtener cuatro billetes de 20 euros, dejara uno de ellos en la mano abierta del mendigo, que parecía dormido.

Como si hubiera notado el peso ínfimo del billete, los dedos callosos de la persona que parecía dormir se cerraron para atrapar los 20 euros. Justo entonces abrió sus ojos y le habló con refinado acento:
-Le agradezco la dádiva, caballero, y la acepto solo por no hacerle el feo de devolver un regalo. Lo cierto es que no necesito nada, soy inmensamente rico.

Alfonso se quedó boquiabierto ante las palabras de aquel hombre, al que calificó enseguida de chiflado. Por la propiedad con la que se expresaba, dedujo que había sido alguien que, tiempo atrás, había gozado de una posición acomodada. Quizá una quiebra, un divorcio mal negociado, el alcohol o alguna enfermedad mental le habían hecho caer en desgracia. Sintiendo lástima por aquel indigente, Alfonso le preguntó:
-Si es tan rico… ¿qué hace durmiendo aquí?.
-Hace un poco de frío en casa, por eso me he venido a echar una cabezadita aquí dentro. Además, en este lugar se hacen amigos. ¿Vamos a tomar un café?

El hombre le guiñó el ojo mientras se levantaba de su lecho formado por periódicos y se sacudía el polvo.
-Está todo cerrado –dijo Alfonso, sorprendido por el rumbo inesperado que estaba tomando la noche.
-No todo. En una gasolinera a tres calles de aquí podemos tomar un café y un bocadillo.
Cuando se pusieron en camino, Alfonso pensó que sus situaciones vitales no podían ser más diferentes, pero le resultaba muy fácil hablar con aquel hombre caído en desgracia.
-¿Dice entonces que hace un poco de frío en su casa? ¿Dónde vive usted?
-En una vivienda que tiene miles de metros cuadrados. ¿Qué digo, miles…? ¡Millones!.
-La calle, claro –supuso Alfonso tristemente.
-No hay casa más grande, aireada y diáfana. Además, como y ceno cada día de restaurante, como un señor.
-¿Y eso?
-Tengo una ruta de varios establecimientos donde me respetan y me guardan siempre las sobras. Nunca me falta un plato caliente. A cambio, yo les aconsejo dónde pueden invertir lo que tienen.

El analista financiero se quedó pasmado ante esto último. Al notar su asombro, el indigente le dijo:
-También le puedo asesorar a usted.
-Pero… no tiene ni idea de mis propiedades ni de mis activos. ¿Cómo va a aconsejarme entonces?.
-No necesito conocer el estado de sus cuentas bancarias para saber que un hombre que pasea  solo a estas horas ha errado en sus inversiones. Puede que tenga propiedades y activos, como bien ha dicho, quizás haya ganado incluso en bolsa, pero allí no se negocia la auténtica riqueza.
-¿Dónde se encuentre entonces? -preguntó Alfonso fascinado.
-En la bolsa interior –dijo el hombre señalando su corazón- es donde se encuentra las divisas que nunca pierden valor, como el amor o la amistad. Si hubiera invertido en esa cartera, no se encontraría deambulando solo un domingo por la noche.

Un escrito de Francesc Miralles
Escritor, periodista, traductor y músico.
Paralelamente a su carrera de novelista, ha escrito numerosos libros de psicología y crecimiento personal

viernes, 5 de octubre de 2012

Los eternos rivales (El Mal y el Bien)

 

Un día el Mal se encontró frente a frente con el Bien y estuvo a punto de tragárselo para acabar de una vez con aquella disputa ridícula; pero, al verlo tan chico, el Mal pensó:

“Esto no puede ser más que una emboscada; pues si yo ahora me trago al Bien, que se ve tan débil, la gente va a pensar que hice mal, y yo me encogeré tanto de vergüenza que el Bien no desperdiciará la oportunidad y me tragará a mí, con la diferencia de que entonces la gente pensará que él sí hizo bien, pues es difícil sacarla de sus moldes mentales consistentes en que lo que hace el Mal está mal y lo que hace el Bien está bien”.

Y así el Bien se salvó una vez más.

Augusto Monterroso