jueves, 3 de mayo de 2012
La fidelidad: un valor a descubrir
Se habla muchas veces del valor de la fidelidad. No siempre se comprende bien por qué es algo importante, por qué vale tanto.
Conviene recordar que los valores pueden dividirse en dos grupos: unos son aquellos valores que son buscados y queridos por sí mismos, no por algo distinto de ellos. Son de este grupo, por ejemplo, la amistad, el amor, la alegría profunda y sincera, la eternidad. Otros valores, en cambio, sólo son medios o instrumentos o consecuencias de valores más importantes. En este segundo grupo se encuentran el dinero, la salud, la fuerza, muchas clases de trabajo, etcétera.
¿Dónde se coloca la fidelidad? ¿En qué grupo podemos situarla? La fidelidad no es un valor que se mire a sí misma, que se quiera porque sí, sin más: es un valor instrumental. Se es fiel a un amigo, a la esposa o esposo, a la empresa donde uno trabaja, a la patria, a la humanidad.
La fidelidad acompaña a muchos valores que definen al hombre en su núcleo central, para el bien o para el mal. Porque también hay personas que son “fieles” a su jefe criminal, al chantajista que pide negocios deshonestos, a la cita puntual para vender droga o para gastar el dinero de la familia en unas cuantas cervezas de más. En estos casos la “fidelidad” queda deformada, dramáticamente, hacia vicios y males que son capaces de dañar a los demás y de destruirnos, poco a poco, a nosotros mismos.
Así que existen dos fidelidades. O, mejor, una fidelidad auténtica, al servicio del bien, y una caricatura de la fidelidad, siempre manchada por la mentira, la avaricia, el robo o el crimen.
¿Y cómo se construye la fidelidad auténtica? Todo depende, sencillamente, de la fuerza del amor que reina en el propio corazón. Si uno ama de verdad a su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo, sabrá ser fiel a sus compromisos. No quiere ser fiel porque sí. Quiere ser fiel para dar una respuesta de amor a aquellos a los que debe algo, a los que quiere ayudar, a los que aprecia y venera en lo más profundo de su corazón. Conforme más débil es el amor, menor es la fidelidad. Las traiciones matrimoniales responden de un modo bastante exacto a esta ecuación.
Por eso hay que evitar el error de querer ser fieles a toda costa, incluso sometiendo el amor como un medio para lograr la fidelidad. No se ama para ser fieles: se es fiel para amar más y mejor. El amor construye la fidelidad para incrementar el amor. Podríamos decir que la fidelidad es sólo un momento de paso del amor hacia el amor. Cuando llega la prueba, cuando se asoma otro hombre u otra mujer, cuando uno se cansa de sus hijos pequeños o de sus padres ancianos, es entonces cuando el pequeño amor que tengamos nos ayuda a decir no a la deslealtad y sí a la fidelidad. Superada la prueba, el amor puede crecer, hacerse luminoso, limpio, radiante, capaz de suscitar envidia en quienes observan las vidas de tantos hombres y mujeres que no ceden a la tentación de una trampa, porque en su corazón hay algo mucho más grande y más fuerte que la búsqueda de un placer provisional y despreciable.
La verdadera fidelidad está en crisis porque quizá hemos dejado de vivir a fondo el amor. Notamos el síntoma de una enfermedad profunda, que nos hiere un poco a todos, que nos carcome, debilita y empobrece. Parece que ser fieles es cosa de tontos o de débiles. Parece que ser constantes en los valores verdaderos es señal de fracaso y de falta de realismo.
Mientras unos siguen viviendo “felices” con sus trucos, sus engaños y sus placeres de ocasión; otros, los que son fieles, los que aman, dejan una huella que no nos puede dejar indiferentes. Seguirla es el deseo que nace en quienes quieren ser felices de verdad, en los que buscan amar en serio, romper con la mediocridad y el oportunismo, vivir aquí, en esta tierra, con los ojos puestos en el cielo, donde el amor brilla con tal fuerza que no hay lugar para ser infieles. ¿Es posible traer un poco de ese cielo a nuestra tierra hambrienta de amor y de fidelidad?
Autor:
P. Fernando Pascual
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