sábado, 22 de septiembre de 2012

El miedo

 

Apenas hacía unos cientos de años que el hombre había bajado del árbol. Su capacidad cerebral había aumentado; su cuerpo, más ergido, le permitía movimientos más ágiles y autónomos. Sin embargo, todo cuanto veía le llenaba de estupor: un rayo, una serpiente, un terremoto, el viento ruidoso, las aguas turbulentas...Asustado por tantos fenómenos sorprendentes, se acercó a otros hombres que tenían el mismo miedo y en abrigos y cuevas construyeron las primeras comunidades humanas de la historia. Para paliar el miedo, pero también para asegurar su supremacia sobre el grupo, uno de aquellos hombres recurrió al pensamiento mágico, al mito. Imaginó y explicó a sus compañeros que todas aquellas cosas extraordinarias que veían a diario procedian de la fuerza inmensa de un ser superior que estaba en el origen mismo de sus vidas. Irritado con ellos, con su forma de comportarse , con su torpeza, les dijo: sólo quienes le amasen y reconociesen su poder omnímodo podrían librarse de su ira. La explicación del primer sacerdote de la historia tuvo tanto éxito que de inmediato todos los miembros del grupo comenzaron a fabricar idolillos de piedra, y ofrecer exvotos y a preparar ajuares funerarios para el tránsito futuro.

Las cosas transcurrieron de un modo bastante parecido durante miles de años. Hasta que entre los siglos XV y XVIII a renacentistas, ilustrados y revolucionarios se les ocurrió buscar una explicación a todo aquello que hasta entonces había estado revestido por el manto de la supertición. La razón no venía a actuar contra ninguna creencia individual, sólo buscaba resolver incógnitas y fortalecer al ser humano ante los misterios de la vida. Conforme los misterios se fueron desvelando, el miedo ancestral, atávico, irracional, fue retrocediendo. 
Conforme con los años venideros, la explicación de los misterios llegó a mayor número de individuos, la sociedad comenzó a liberarse, a creer en sus propias fuerzas, a sentirse ajena a muchos de los temores que la habían atenazado secularmente. 
Hoy el hombre tiene la capacidad de comprender casi todo lo que pasa a su alrededor; tiene, al menos, los instrumentos para ello. Pues bien, es ahora, cuando gracias a esos instrumentos y a su difusión, tenemos más posibilidades de conducirnos a la felicidad, cuando el coco del otro lado del telón ha dejado de existir, cuando contamos con medios suficientes, en todos los aspectos, para que todos los hombres de la tierra tengan un existir minimamente digno, es ahora, insisto, cuando los rectores del sacrosanto mercado han decidido difundir el miedo, a escala planetaria, contando para ello con una maquinaria mediática como nunca ha existido al servicio de causa alguna. En este contexto, discrepar comienza a ser una tarea peligrosa.

La neumonía atípica es una enfermedad nueva. Hasta ahora ha causado alrededor de quinientos muertos en todo el mundo, sin embargo, nos bombardean a diario con imágenes de personas enmascaradas, como blancos fantasmas, que corren de un lado para otro. Nos cuentan los muertos uno por uno. La imágenes se repiten, igual que los debates. Se afirma una y otra vez que no tiene cura, que puede ser la plaga del siglo XXI. Pasamos de canal, cambiamos de periódico y nos encontramos de bruces con todos los detalles del trágico suceso protagonizado por un joven que, guiado por el demonio, acuchilló a su novia mientras tomaban un helado de fresa. Las imágenes, el locutor, el informador no dejan nada en el tintero. Durante varios minutos, el informativo de máxima audiencia se regodea en tenernos al tanto de la cantidad enorme de brutalidad que puede producirse en el mundo en tan solo veinticuatro horas. No se buscan las causas, los remedios positivos, se escudriña en la tragedia, se ansía, cuando más grande mejor. Segundos después, le llega el turno a la salud. A los gordos, a los fumadores, a los que beben, a los que hacen mucho ejercicio, a los que no lo hacen, a los que toman aspirina, a los que no la toman, a los que comen dulces y a los que pican salado.

Se habla de los buenos y de los malos. De los buenos que saben todo lo que nos conviene porque por eso son los mejores y tienen más cosas (de pronto Cristo deviene en Calvino). De los malos, que todo lo critican, que siempre están disconformes y son un estorbo pernicioso para el bienestar general. No se conforman con su visión pesimista de lo maravilloso, encima quieren escribir y contagiar a los demás su desasosiego existencial. Mientras tanto, para que podamos respirar tranquilos en ausencia de noticias, las pantallas de todos los hogares se llenan de cine. Unos bárbaros despedazan a otros brutos; un perturbado intenta volar un estadio de béisbol y un policía, persiguiéndolo, destroza media ciudad. Cansado apago el televisor, dejo el periódico y voy a ver lo que hace mi hijo: juega en el ordenador a destripar negros feos, entusiasmado con el realismo del juego.

Un porcentaje altísimo de la información que recibimos diariamente pretende sumergirnos irremediablemente en la cultura del miedo, en el terror hacia lo más nimio, hacia lo más cotidiano, también a lo desconocido, a lo extraño, a lo diferente. El miedo vuelve de nuevo y con él la magia, el sortilegio, el mito. Las armas, la seguridad, el castigo al posible enemigo, a los fantasmas. En alguna parte del mundo, alguien ha matado a miles de personas con fantástica tecnología, por nuestro bien. Extraña que con tanta minuciosidad informativa sobre lo que ocurre en cualquier calle del planeta, no sepamos casi nada de lo que pasa de verdad en ese lugar, ni en el anterior. Y es que, para los nuevos adalides de la seguridad, la vida no vale nada, tampoco la libertad. Sólo el miedo, el que guarda la viña.

PEDRO L. ANGOSTO
(Licenciado en Historia)

lunes, 17 de septiembre de 2012

El otro como espejo


Carla y Judit habían entrado a trabajar en HumanKey con apenas un mes de diferencia. Carla estaba desde el primer día en aquella agencia de trabajo temporal. A pesar de la crisis, la respuesta de las empresas había sido tan buena que pronto hubo que contratar a una segunda telefonista para atender las llamadas.

Al igual que Carla, en las entrevistas personales y los test antes de ser contratada, Judit había demostrado tener una notable empatía con sus interlocutores, además de hablar fluidamente cuatro idiomas. Sobre el papel, habían dado con la dupla perfecta. En la práctica, sin embargo algo se estaba pudriendo en aquel frente clave para la oficina.
La primera señal de preocupación saltó cuando la gerente detectó un extraño silencio entre aquellas dos mujeres de edad y formación parecidas. Nunca se las veía compartir un café y apenas intercambiaban algunos monosílabos a lo largo de la jornada.
La crisis definitiva explotó un lunes por la mañana, cuando Carla fue descubierta llorando en el lavabo mientras su teléfono no cesaba de sonar. Judit tampoco parecía encontrarse en su mejor día, ya que se equivocó al redireccionar dos llamadas.
 
Ante aquella situación y sin más demora, la gerente convocó al jefe de personal para pedirle explicaciones sobre la situación.
-No entiendo lo que está pasando -se disculpó el hombre.
-Ambas empleadas tienen un currículum intachable. No me consta que ninguna de ellas sea conflictiva. Según nuestros protocolos, sus perfiles no pueden ser más adecuados para el cargo que ocupan.
-En este caso, quiero hablar individualmente con cada una de ellas -dijo la gerente.
 
La primera en entrar al despacho fue Carla. Con treinta años recién cumplidos, vestía un impecable traje de chaqueta y llevaba el pelo moreno recogido en un moño. La dulce musicalidad de su voz recordaba a las eficientes azafatas de las peliculas.
Tras estudiarla con atención, la máxima responsable de la agencia decidió tomar el toro por los cuernos,
-Creo que ha tenido un mal día -la tuteó como era de costumbre entre el personal de HumanKey -Ahora que las líneas telefónicas estan cerradas hasta mañana, me gustaría saber si puedo ayudarte de alguna manera. Soy toda oídos.
-Pues, la verdad es que... -la telefonista se sonrojó. -En realidad no sé cómo explicar lo que ha sucedido esta mañana. Siento mucho haber abandonado mi puesto. Prometo que no volverá a suceder.
-Tampoco su compañera ha estado muy fina. Ha pasado dos veces a nuestro mejor cliente con el departamento equivocado.
-Judit es una profesional extraordinaria -se apresuró Carla a defenderla. -Seguro que este lapsus tampoco se volverá a repetir.
 
La gerente suspiró comprensiva y dijo:
-No es el error lo que me preocupa, sino que es obvio que no os lleváis bien. Esa negatividad se acaba transmitiendo a los clientes, que acuden a nosotros en busca de soluciones, no de problemas.
-Lo entiendo perfectamente -se ruborizó nuevamente Carla. -Nada de esto sucedería si no fuera porque... Si, estoy convencida de que Judit me odia.
-¿Cómo has llegado a esta conclusión?
-Aunque llegó después de mí, desde el primer día me ha tratado como a una enemiga. Es muy fría conmigo y todo parece molestarle, incluso mi tono de voz al atender a los clientes. He tratado de entenderme con ella pero es imposible. Está todo el día de mal humor y cuando intento ser amable me rehúye la mirada. No hay duda de que me odia.
 
Minutos más tarde, la gerente recibió en su despecho a Judit. Igual que su compañera, vestía un traje chaqueta. Llevaba el pelo corto castaño a la altura de las orejas, lo que le daba un aire "retro" que casaba con el empleo de telefonista.
La voz diáfana de Judit se hizo oír antes de que su jefa la interpelara.
-Siento mucho haber estado tan torpe esta mañana. No volverá a ocurrir.
-Acabas de hablar como tu compañera, prácticamente con las mismas palabras. -¿Po qué la tratas con tanta frialdad? ¿No te cae bien?
-¿Eso ha dicho Carla? -los ojos de Judit expresaban indignación. -Desde que llegué he intentado hacerme su amiga, pero me rehúye la mirada y parece molestrale todo de mí, incluso mi voz. Me odia.
 
La gerente tuvo que contener la sonrisa al llamar al jefe de personal para que volviera a citar a Carla.
 
Ahora las dos telefonistas, visiblemente nerviosas, estaban sentadas ante su jefa a la espera de lo que -temían- podía terminar en un despido para ambas.
-Vuestros roces no está ocasionados por diferencias de carácter -empezó la gerente -sino por todo lo contrario: vosotras dos sois demasiado iguales.
-¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Carla mirando aturdida a su compañera.
-Hablaré en plata, no me ando con rodeos. Las dos sois hipersensibles, lo cual es positivo para la buena atención al cliente, pero vuestro punto débil es que vais necesitadas de afecto. Sois ordenadas y cumplidoras en extremo, pero os ofendéis demasiado rápido y sospecháis hasta de vuestra sombra.
-Eso no es cierto -se encendió Judit lanzando una mirada cómplice a su compañera. -Estamos exagerando un malentendido que...
-Seguro que si indagara en vuestras vidas, hallaría muchas afinidades, ya que habéis utilizado incluso las mismas palabras para hablar del conflicto. Por ejemplo, las dos vivís solas y vuestro currículum muestra que tenéis aficiones muy parecidas. ¿Por qué no resolvéis vuestras diferencias, o mejor dicho, vuestras coincidencias mañana sábado con un partido de tenis?
 
Las operadoras se escandalizaron a la vez ante aquella idea, aunque era cierto que las dos le daban a la raqueta.
 
-Resumiendo, chicas -concluyó la gerente. -Si no queréis sudar en la pista de tenis, salid a cenar esta noche y compartid una botella de vino. Seguro que, tras el deshielo, lo vais a pasar en grande. ¿Sabéis? Solo nos molesta de los demás lo que también hay en nosotros. Quien parece un enemigo es en realidad un espejo que nos muestra cómo somos. Lo que nos separa es, en realidad, aquello que nos une.
 
Un escrito de Francesc Miralles
Escritor, periodista, traductor y músico.
Paralelamente a su carrera de novelista, ha escrito numerosos libros de psicología y crecimiento personal
 

jueves, 13 de septiembre de 2012

El sentido del humor y la muerte

 

"El sentido del humor da ternura a la muerte" entrevista a Fidel Delgado por Gema Salgado
Desde hace treinta años, el psicólogo Fidel Delgado acompaña a personas con enfermedades terminales y enseña a profesionales de la salud y cuidadores cómo pueden ayudar a "morir bien". Asegura que mantener en forma la lucidez, cultivando el sentido del humor y soltando lo que ya no nos sirve, nos permitirá vivir con sentido y encarar la muerte con conciencia y sin dramatismos.

¿Por qué nos aterra tanto la idea de la muerte?
No todas las personas tenemos miedo. En nuestro interior, hay una esencia que nos pide cambiar y que considera imprescindible soltar las formas de vida que caducan. Pero, en una forma más superficial de la existencia -donde nos identificamos con una manera de pensar, de relacionarnos, de vivir los cambios...-, nos aterra que algo se termine.
El miedo a morir es más una cuestión de ego que de yo profundo, porque una visión más amplia del vivir evidencia que la existencia es un fluir constante y que ninguna forma es estable. Sería una desgracia que me quedara en el día más feliz de mi vida. Vivir es precisamente renovación.

¿Cómo podemos superar este miedo primigenio, raiz de todos los miedos que vivimos?
Los miedos, más que superarlos, hay que comprenderlos. En vez de pelearnos con ellos, hay que reconocerles su función como protectores biológicos para que no nos envenenemos, no nos quememos, no nos caigamos...
Y, luego, debemos comprender que, cuando se extienden a otras áreas de la vida y la limitan, se convierten entonces en un obstáculo y dejan de tener eficacia. En cuanto al miedo a la muerte, lo podemos dejar atrás si ensanchamos la compresión sobre la vida: la vida no se termina; se terminan formas de vida. Pero el vivir en mí, el vivir que soy, no se termina.

Aunque nuestra conciencia sea inmortal, nos sigue entristeciendo saber que moriremos...
Si hemos soltado bien, seguramente ni tú ni yo recuerda anteayer con pena. Probablemente quedó en su sitio lo que comimos, lo que hablamos, lo que nos reímos... Anteayer caducó gloriosamente.
Creo que esta es la esencia del asunto, que el vivir sea pleno y que cada día, que tiene su afán, se redondee y se deje atrás, se suelte.

¿Cuál es la mejor manera de despedir a un ser querido que está a punto de morir?
La clave está en no añadir más dificultad a un tránsito que es complejo y acompañar de la mejor manera posible, con nuestra comprensión y lucidez. Debemos comprender que no hay un modo ideal de morir, no se puede exigir a alguien que se muera según el manual de la muerte consciente. Se trata de acompañar a la persona en su tránsito y nada más.

Usted utiliza el sentido del humor para la curación del alma. ¿Nos iría mejor en todos los ámbitos si nos tomáramos la vida con menos rigor?
El humor es un derivado de la ternura y de la comprensión. Nos quita, en primer lugar, importancia a nosotros mismos y, luego, a nuestras formas de organizar las cosas. Aunque hay un refrán que dice "No vayas cantando donde están llorando", el humor da ternura a la muerte y nos ayuda a no endurecer todavía más la situación con nuestro propio miedo.

¿Qué nos aconseja para vivir felices y despegados y tener una muerte en consonancia?
Yo no he buscado nunca la felicidad; viene de la mano y fluye sola de la lucidez. La conciencia o lucidez va diluyendo los miedos y la ignoracia, que conforman el sufrimiento. Entonces, nos encontramos simplemente con que la vida hace más luminosa, fluida, y tal vez eso es sinónimo de felicidad.

Fidel Delgado
Psicólogo clínico. Formador en el arte de la transformación consciente y férreo defensor del sentido del humor, que como asegura, es salud.
Es autor de "Saber cuidarse para poder cuidar" (PPC Ed.)

domingo, 2 de septiembre de 2012

La búsqueda interior

El hábito de buscar problemas fuera antes que dentro suele generar personas infelices, concentradas en los defectos de su pareja o los demás, a los que atribuyen sus situaciones de estancamiento. Están convencidos de que el problema está "allí afuera" y de que si "los otros" entraran en razón o simplemente desaparecieran, el conflicto estaría resuelto.

Para hallar soluciones duraderas sugiero moverse en sentido inverso: de dentro a fuera, y empezar por uno mismo.
El enfoque de "dentro hacia fuera" dice que las victorias privadas preceden a las públicas, que debemos hacernos promesas a nosotros, y mantenerlas, antes de hacerlas en el exterior. Dice también que es útil tratar de mejorar las relaciones con los demás antes de mejorarnos a nosotros mismos.

Stephen R. Covey.
Fracmento de su libro:
"Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva"