Apenas hacía unos cientos de años que el hombre había
bajado del árbol. Su capacidad cerebral había aumentado; su cuerpo, más ergido,
le permitía movimientos más ágiles y autónomos. Sin embargo, todo cuanto veía
le llenaba de estupor: un rayo, una serpiente, un terremoto, el viento ruidoso,
las aguas turbulentas...Asustado por tantos fenómenos sorprendentes, se acercó
a otros hombres que tenían el mismo miedo y en abrigos y cuevas construyeron
las primeras comunidades humanas de la historia. Para paliar el miedo, pero
también para asegurar su supremacia sobre el grupo, uno de aquellos hombres
recurrió al pensamiento mágico, al mito. Imaginó y explicó a sus
compañeros que todas aquellas cosas extraordinarias que veían a diario
procedian de la fuerza inmensa de un ser superior que estaba en el origen mismo
de sus vidas. Irritado con ellos, con su forma de comportarse , con su torpeza,
les dijo: sólo quienes le amasen y reconociesen su poder omnímodo podrían
librarse de su ira. La explicación del primer sacerdote de la historia tuvo
tanto éxito que de inmediato todos los miembros del grupo comenzaron a fabricar
idolillos de piedra, y ofrecer exvotos y a preparar ajuares funerarios
para el tránsito futuro.
Las cosas transcurrieron de un modo bastante parecido
durante miles de años. Hasta que entre los siglos XV y XVIII a
renacentistas, ilustrados y revolucionarios se les ocurrió buscar una
explicación a todo aquello que hasta entonces había estado revestido por el
manto de la supertición. La razón no venía a actuar contra ninguna creencia
individual, sólo buscaba resolver incógnitas y fortalecer al ser humano ante
los misterios de la vida. Conforme los misterios se fueron desvelando, el miedo
ancestral, atávico, irracional, fue retrocediendo.
Conforme con los años venideros, la explicación de los
misterios llegó a mayor número de individuos, la sociedad comenzó a liberarse,
a creer en sus propias fuerzas, a sentirse ajena a muchos de los temores que la
habían atenazado secularmente.
Hoy el hombre tiene la capacidad de comprender casi
todo lo que pasa a su alrededor; tiene, al menos, los instrumentos para ello.
Pues bien, es ahora, cuando gracias a esos instrumentos y a su difusión,
tenemos más posibilidades de conducirnos a la felicidad, cuando el coco del otro
lado del telón ha dejado de existir, cuando contamos con medios suficientes, en
todos los aspectos, para que todos los hombres de la tierra tengan un existir
minimamente digno, es ahora, insisto, cuando los rectores del sacrosanto
mercado han decidido difundir el miedo, a escala planetaria, contando para
ello con una maquinaria mediática como nunca ha existido al servicio de causa
alguna. En este contexto, discrepar comienza a ser una tarea peligrosa.
La neumonía atípica es una enfermedad nueva. Hasta ahora ha causado alrededor de quinientos muertos en todo el mundo, sin embargo, nos bombardean a diario con imágenes de personas enmascaradas, como blancos fantasmas, que corren de un lado para otro. Nos cuentan los muertos uno por uno. La imágenes se repiten, igual que los debates. Se afirma una y otra vez que no tiene cura, que puede ser la plaga del siglo XXI. Pasamos de canal, cambiamos de periódico y nos encontramos de bruces con todos los detalles del trágico suceso protagonizado por un joven que, guiado por el demonio, acuchilló a su novia mientras tomaban un helado de fresa. Las imágenes, el locutor, el informador no dejan nada en el tintero. Durante varios minutos, el informativo de máxima audiencia se regodea en tenernos al tanto de la cantidad enorme de brutalidad que puede producirse en el mundo en tan solo veinticuatro horas. No se buscan las causas, los remedios positivos, se escudriña en la tragedia, se ansía, cuando más grande mejor. Segundos después, le llega el turno a la salud. A los gordos, a los fumadores, a los que beben, a los que hacen mucho ejercicio, a los que no lo hacen, a los que toman aspirina, a los que no la toman, a los que comen dulces y a los que pican salado.
Se habla de los buenos y de los malos. De los buenos
que saben todo lo que nos conviene porque por eso son los mejores y tienen más
cosas (de pronto Cristo deviene en Calvino). De los malos, que todo lo
critican, que siempre están disconformes y son un estorbo pernicioso para
el bienestar general. No se conforman con su visión pesimista de lo
maravilloso, encima quieren escribir y contagiar a los demás su desasosiego
existencial. Mientras tanto, para que podamos respirar tranquilos en ausencia
de noticias, las pantallas de todos los hogares se llenan de cine. Unos bárbaros
despedazan a otros brutos; un perturbado intenta volar un estadio de béisbol y
un policía, persiguiéndolo, destroza media ciudad. Cansado apago el televisor,
dejo el periódico y voy a ver lo que hace mi hijo: juega en el ordenador a
destripar negros feos, entusiasmado con el realismo del juego.
Un porcentaje altísimo de la información que recibimos
diariamente pretende sumergirnos irremediablemente en la cultura del miedo, en
el terror hacia lo más nimio, hacia lo más cotidiano, también a lo
desconocido, a lo extraño, a lo diferente. El miedo vuelve de nuevo y con él la
magia, el sortilegio, el mito. Las armas, la seguridad, el castigo al
posible enemigo, a los fantasmas. En alguna parte del mundo, alguien ha matado
a miles de personas con fantástica tecnología, por nuestro bien. Extraña que
con tanta minuciosidad informativa sobre lo que ocurre en cualquier calle del
planeta, no sepamos casi nada de lo que pasa de verdad en ese lugar, ni en
el anterior. Y es que, para los nuevos adalides de la seguridad, la vida no
vale nada, tampoco la libertad. Sólo el miedo, el que guarda la viña.
PEDRO L. ANGOSTO
(Licenciado en Historia)